Visita el artículo original de la Voz de Galicia - María Hermida
De cómo un café le cambió la vida a Gonzalo
Hay personas que no son capaces de empezar el día sin un café. Dicen que les activa por dentro. A Gonzalo Rodríguez Acuña, un pontevedrés de 28 años, le ha pasado algo mucho más increíble con una de esas tazas negras que cuestan poco más de un euro. A él un café le cambió la vida. Lo cuenta entre risas, moviendo las manos como si estuviese algo nervioso, sentado en la cafetería del bar que regenta junto a Fini, su madre, un local cuyo nombre lo dice todo: el Club del Café, en la calle Riestra de Pontevedra.
La historia de Gonzalo y el café comienza hace ocho años. Estaba entonces este joven en la veintena. Y su madre empezaba a respirar tranquila porque, por fin, tras una adolescencia un tanto complicada, Gonzalo parecía contento trabajando en el negocio familiar. Dice él que un día estaba haciendo un café, en un negocio en el que tienen género de nueve países distintos, y un cliente le preguntó qué diferencia había entre el grano colombiano y brasileño. «A mí me dejó a cuadros, no sabía qué responderle», recuerda Gonzalo. Aparentemente, se quedó callado. Pero algo hizo clic dentro de su cabeza. De repente, quería saberlo todo sobre el café, estudiar sus variedades, aprender a confeccionarlo bien, conocer todo su mundo... Él, al que los estudios nunca le habían ido bien del todo, al fin había encontrado algo que le motivaba sobremanera y que le animaba a leer y aprender.
Y aprendió. Vaya si aprendió. Reconoce que de la noche a la mañana empezó a devorar libros sobre el mundo del café. «Nunca antes había leído así», dice mientras se sonroja. Paralelamente, se comenzó a anotar a cursos y a perfeccionar la técnica para ser un buen barista. Su madre no quiere robarle protagonismos. Pero con ese amor que solo tienen las mamás murmura por lo bajo: «Me emocionaba ver cómo se quedaba de noche en el bar practicando una y otra vez, y se grababa a sí mismo para ir viendo si mejoraba», chiva Fini.
El recuerdo de Pablo Hinojar
Cuando empezó a tener maña haciendo cafés, cuando descubrió que había un mundo detrás de lo que él molía, que lo mismo puede haber un grano que sepa a chocolate que a piña o a mango, se autoimpuso un reto. Quería ir al Concurso Nacional de Baristas. La primera vez que accedió al certamen quedó descalificado. Pero no se vino abajo. «Pensé que tenía que seguir mejorando. Y me anoté a más cursos y busqué técnicas por todos lados», cuenta. Cuando volvió a competir, ya nadie le pudo quitar el tercer puesto en el Concurso Nacional de Baristas, en el que se midió con 17 profesionales más.
El puesto fue meritorio. Muy meritorio. Pero Gonzalo sabe de sobra que eso no es lo más importante. Se toca el característico pelo canoso que tiene a los 28 años, baja un poco la mirada y luego dice: «Poco a poco me fui dando cuenta de que dentro de mí había muchas nociones de sacrificio y de cómo superarme. Y que casi todas me las había inculcado Pablo Hinojar, que fue durante muchos años mi entrenador en gimnasia artística». Se emociona al pronunciar este nombre y entonces viaja hasta los siete años, que fue le dijo a su madre que él ni quería ir a fútbol ni a ninguna otra de las actividades habituales en sus compañeros de colegio, que él quería hacer gimnasia artística.
Se pasó, desde los siete hasta la adolescencia entrenando duro. Nuevamente, un soplo de su madre sirve para retratar cómo eran aquellos tiempos: «Llegaba a casa con las manos con callos de entrenar, pero venía encantado. Yo creo que él cuando encuentra algo que le apasiona no deja de aprender», señala con orgullo. Compitió a un nivel muy alto. De hecho, estuvo en el mundial de gimnasia de trampolín en Alemania, en el año 2002. «No teníamos perspectivas de podio ni nada pero fue una grandísima experiencia, fueron unos años maravillosos», dice con nostalgia.
Se le pregunta si algún día volverá a hacer dobles mortales y piruetas. Y dice que ya no está en forma, que ahora el café lo ocupa todo. Pero está claro que bastará con que se lo proponga para que lo consiga. Cómo no. Si un solo café le cambió la vida.