Café con azúcar como algo cultural

Café con azúcar como algo cultural

Pocas cosas dividen tanto a los amantes del café como una simple cucharada de azúcar. Para muchos es un gesto automático, casi un ritual aprendido desde la infancia. Para otros, un crimen contra la taza. Pero más allá del juicio rápido, la relación entre el café y el azúcar es larga, compleja y, en muchos casos, mal entendida. No se trata de ir de puristas ni de hacer sentir culpable a quien disfruta su café bien dulce, sino de preguntarnos por qué lo hacemos y qué efecto tiene realmente. Porque, a veces, lo que creemos que mejora el sabor no lo mejora tanto como parece.

Café, dulzor y costumbre

Durante mucho tiempo el café fue siempre sinónimo de algo fuerte, amargo, negro e intenso. Y no sin razón: la mayoría de lo que se consumía era café comercial, con tuestes muy oscuros o torrefacto, calidades bajas y muchos defectos en taza. Ante eso, el azúcar funcionaba como escudo. ¿La taza sabe áspera y amarga? Una cucharada. ¿El café está recalentado y quemado? Dos cucharadas y a lo mejor, pues de regalo una tercera para rematar el combo. Lo cierto es que el azúcar no mejora el café, lo enmascara. Tapa sabores no deseados, pero no los corrige. No elimina el amargor ni equilibra realmente, simplemente lo disfraza. Incluso se ha popularizado el uso de sal en algunas recetas modernas, precisamente porque la sal sí puede modificar la percepción del amargor sin añadir dulzor artificial.

Ahora bien, cuando damos el salto al café de especialidad, nos encontramos con otra historia. Estos cafés, bien seleccionados, procesados y tostados, tienen una complejidad natural que incluye dulzor propio. Y aquí conviene hacer una distinción importante: no es lo mismo dulzor que un kinder bueno. El dulzor en el café puede estar presente gracias a los azúcares naturales del grano, al tipo de variedad, el método de proceso o el perfil de tueste. Y se percibe de forma distinta: más suave, más integrada, como notas de frutas maduras, miel, chocolate o panela pero nunca como algo empalagoso como si le echamos siropes, cremas o endulzantes. Añadir azúcar a una taza así es como echar kétchup a un buen chuletón: puedes hacerlo, pero te estás perdiendo lo mejor.

El paladar, los hábitos y la sobreexposición al dulce

Aun así, no podemos olvidar que el paladar también se educa. Si estamos acostumbrados a bebidas ultradulces —refrescos, bollería, postres procesados— es muy probable que un café equilibrado nos sepa a rayos la primera vez. Incluso si está bien hecho. No es que esté mal el café, es que lo que sentimos como “fuerte” es, en realidad, la falta de un sabor pronunciado dulce. Eso no significa que debamos forzarnos a tomar café sin azúcar, pero sí abre la puerta a experimentar con menos, poco a poco, y descubrir que hay sabores que se estaban perdiendo por el camino.

Un vistazo al azúcar como ingrediente

No todo el azúcar es igual. En cafeterías y hogares se usa desde la típica blanca refinada, hasta azúcar moreno, panela, miel o incluso siropes aromatizados. Cada uno tiene sus matices, aunque en la práctica el efecto más notable suele ser el dulzor y el cuerpo añadido. En algunos casos pueden aportar textura o aromas (la miel, por ejemplo), pero también pueden dominar la taza fácilmente. Y ni hablar de lo que ocurre cuando el azúcar entra en juego durante el tueste, como en el caso del torrefacto, donde el grano se mezcla con azúcar para “caramelizarlo”... aunque en realidad lo que se consigue es un recubrimiento amargo, quemado y bastante agresivo. Lejos de endulzar, suele generar más amargor y un perfil plano, donde el origen del café queda enterrado bajo la carbonización del azúcar a más de 200º en la tostadora.

Algo similar ocurre con ciertos cafés de estilo comercial —como muchos que ofrece Starbucks— donde el grano viene aromatizado con siropes durante el tueste o donde las bebidas se montan más como postres que como cafés. Si bien son disfrutables y tienen su público (no todo tiene que ser alta gastronomía), conviene saber que lo que se está tomando es otra cosa. A veces, ni siquiera es posible distinguir el café bajo tanto azúcar, crema, leche condensada o caramelo. ¿Está mal? No. ¿Es café? Depende de lo que entiendas por café.

Ni dogmas ni extremos, pero sí conciencia

Cada uno toma el café como le gusta, y eso está bien. Nadie debería decirte que no puedes ponerle azúcar a tu taza. Lo preocupante no es el azúcar, sino no saber por qué lo haces. Si lo necesitas para tapar defectos, quizá el problema no sea tu gusto, sino la calidad del café que estás tomando. Si no puedes disfrutar una taza sin endulzarla, tal vez no hayas encontrado aún el perfil de café que encaja contigo. Y si en tu cafetería favorita no te ofrecen azúcar ni si se lo pides, igual lo que falta ahí es hospitalidad, no café de especialidad.

El buen café puede ser dulce por sí mismo, si sabes buscarlo. Pero si decides añadirle algo más, que sea porque lo prefieres así, no porque no conoces otra opción.

 

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